Día en blanco

Era un día más. Siempre comenzaba como todos los días y terminaba igual. Cuantas veces se
hizo hoy la misma pregunta que repetía todos los días y se quedaba un poco en blanco. Pero
así mismo sentía que pasaría algo nuevo. La gente pensaba que el Profesor Marcial de la
Puente y Benavides no era una persona sufrida. No se le veía con carga en los hombros, como
los apresumbrados, no parecía ser un hombre camino al eterno infierno, siguiendo la fila de los
encadenados descalzos, sucios y rasgados. Parecía por ratos un hombre normal, talvez un
servidor público de alguna institución de poca importancia. Algunos confundían su figura,
zapatos negros largos y sucios, pantalones negros de tela, algo anchos y más largo de lo
normal, parecían prestados de alguien, una correa negra usada que le apretaba hasta arriba de
la cintura, siempre con saco que parecía ser marrón claro, terminaba debajo de los brazos, de
hecho era heredado, camisa blanca usada pero de lejos parecía lavada, corbata negra triste
con pequeños puntos de algún color. Su cabeza grande se distinguía de su cuerpo, no tenía
mucha proporción con el tamaño y el ancho de su cuerpo, aunque se complementaba bien con
la agilidad del movimiento de sus brazos y de la vivacidad de sus ojos que eran linterna
prendida día y noche. Todo de él era como partes independientes.

Era martes, pero parecía otro día. Salió de su casa mirando a la derecha y antes de llegar a la
esquina revisaba los 30 metros andados con una rápida mirada como para verificar algún
olvido o algún temor. Bajó la cabeza, dobló la esquina y comenzó a pensar en la hora, como
apurado por algo que no era una emergencia. Había pensado toda la noche sobre las
explicaciones en clase, su prédica profesoral. Hoy era algo diferente. No eran alumnos jóvenes
y ávidos estudiantes, eran jueces que impartían justicia, justicia humana, hombres recorridos y
con experiencia en conocer el indigno sufrimiento de la raza humana. El Profesor Marcial es
geógrafo de formación, pero maneja la filosofía con exactitud matemática. La clase que
preparó enfocaba los principios formativos en la coincidencia y diferencia de las decisiones
humanas. Sus investigaciones personales, aquellas hechas por gusto propio y no por obligación
curricular, se ocupaban de las decisiones del hombre. Entendía que el destino de la raza
humana se dirigía hacia lugares poco probables de vislumbrar, o acaso ¿alguien previó la
situación actual en que nos encontramos?. Tenía que comunicar a los jueces el conocimiento
histórico sobre las diferentes corrientes existentes que explican una toma de decisión. Serían
ellos que deberían evaluar los efectos de sus decisiones bajo la luz de la justicia o de la
injusticia. Se había preparado especialmente para la introducción, algo esencial para el. Era
importante el impacto inicial, la forma de ingreso al aula, el saludo correcto, la mirada de
profesor, sabia y preparada, su pose, su caminar, sus libros bajo el brazo, sus primeros
movimientos. Los jueces eran importantes y conocedores, mas que nadie, de los impostores y
habladores, de los abogadillos salerosos por lo que un hombre como el, de su rango y
sabiduría, no podría ser mal entendido.

Su cambio de aspecto cuando iniciaba su prédica era como pasar de la tormenta al día soleado.
Su cuerpo se erguía, sus brazos se movían como dirigiendo la orquesta de la música que
emitían sus palabras y sus explicaciones. Los conceptos aparentemente más difíciles se
acomodaban muy bien a sus palabras y los movimientos de su cuerpo ayudaban a entender o
por lo menos te desviaban de la necesaria comprensión. Paraba y se acomodaba para escuchar
alguna pregunta pareciendo sumergir su alma en la nada y de pronto, instantes antes que el
adquirente finalizara el tono que se levanta al hacer la pregunta, envestía su pose con una
mirada ligera y alegre, como saboreando de antemano la alegría de encontrar lo perdido y dar
la respuesta correcta y, en un tono que mezclaba la sabiduría, humildad y entrega, emitía la
explicación que nunca era corta, era solo suficiente y… continuaba su prédica.

Fue una clase brillante y aplaudida. Saludó a los cercanos con mucha entereza. Mientras les
daba la mano, los miraba con un gesto amable, algo de sonrisa y quien sabe algo de desprecio.
A los lejanos los saludaba inclinando la cabeza y levantando la mano, al mejor estilo del
político local. Su discurso fue escuchado y parecía haber envuelto a los asistentes en una
especie de nube de gracia. Su léxico, sus detalles, sus datos, sus movimientos, sus garabatos en
la pizarra confundidos entre números, signos y letras, los conmovió. Hubo preguntas de toda
índole, desde la economía hasta la psiquiatría. Todo fue respondido con maestría y entrega.
Recomendó lecturas poco conocidas de los principales filósofos griegos, discutió conceptos
ecuménicos de la ley romana, discernió sobre Keynes y Marx como ejemplos de las
coincidencias y las diferencias, explicó los sentimientos de felicidad y odio como motivaciones
económicas y motores del futuro de nuestro planeta. Comparó las decisiones de grandes y
extremos personajes de la historia. Como siempre terminó su clase con una frase escogida y
heroica “Carpe Diem”. Solo no pudo estar seguro de saber cuánto duraría ese sentimiento de
gloria. Al salir del salón con una sonrisa de alivio miró a la derecha, caminó algunos pasos, miró
atrás con cierta desconfianza revisando lo andado, bajó la cabeza, apuró el paso y se perdió en
los corredores. No parecía ser otro día, era martes.

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