Caballo al potrero

Era una piedra saliente en la esquina del corral, en una pared de quincha, justo a mi altura,
mejor que una escalera, la que descubrió Mañuco. “Ven Teguayo, subete, agarrate…agarrate
bien..José “, el caballo ya quería salir y di el salto, siempre era así, el caballo ya sabía, me
acomodé pegándome a José y agarrándome de la camisa de franela de colores de Manuel, no
le conocía otra pero me parecía siempre limpia, le quedaba bien. Eran las últimas horas del día,
atentos, con José en algún lugar y Mañuco siempre cerca, habíamos esperado toda la tarde la
llegada de mi abuelo, como siempre. Entraba por el portón trasero como un jefe de ejercito
después de una victoriosa batalla, imponente general y sabio en la guerra. Llegó en el caballo
más bonito y grande que tenía, blanco chispeado de plomo, el mejor, alto, fuerte, garboso,
Kruchev lo llamaban. Bajaba del caballo vestido de saco, con el poncho tirado al cuello,
alforjas, sombrero marrón, botas. Levantando las piernas para bajarse del caballo,
inmediatamente se escuchaba el sonido de las espuelas brincando en el aire y golpeando el
suelo, miraba a todos, era suficiente para nosotros… ¡Mañuco!, llamaba, voz clara y firme, y
antes que terminara la siguiente frase ya estaba Mañuco entrando al patio para sujetar a
Krushev, que se movía medio nervioso, lleno de adrenalina, mirando con esos ojos despiertos y
esperando que los desensillen. “Ven Tehuayo, agarra” con voz baja y apurada, me pidió para
sujetar las riendas, era lo máximo que podía aspirar, ser un eficiente asistente del asistente.
Desensillar era un proceso que requería cierta ciencia, primero soltar las cinchas, estaban tan
apretadas que sobresalían los surcos en la panza del animal, soltaba los amarres de la montura
y junto con el estribo derecho los pasaba por encima de la montura, caminaba por la
retaguardia, raspando la cola del caballo y dándoles una palmada amistosa pero certera en sus
ancas, se colocaba al otro lado del caballo y jalaba la montura desmontándola y soportándola
entre sus dos brazos, los sonidos del golpeteo de los metales con el cuero era algo singular. Al
instante se sentía el inflar y desinflar de la ofegante respiración del caballo, la subida desde la
chacra demoró poco más de una hora y respiraba fuerte con el orgullo de haber servido al
amo. Salía humo de las gruesas jergas, protegían el lomo del caballo de los salientes redondos
de la montura, no se podían sacar todas y dejar el caballo desabrigado, tenía que esperar que
se enfríe con una jerga cubriendolo, eso se aprende, mientras, acomodaba la montura en el
cuarto donde se guardaba todos los apertrechos de cabalgadura, escogía la soga del cuero más
blando, con poco pelo, generalmente la más vieja pero entera, se dirigía al frente del animal,
batiendo su cuello en señal de cariño y felicitación y balbuceando alguna palabra en quechua
sacaba los frenos de la boca del caballo y le ponía la soga, primero en el cuello, después
haciendo una apertura lo colocaba en la nariz, Krushev mantenía su mirada atenta y briosa
como exigiendo se cumpla con el ritual. “Hay que sacar las jergas Tehuayo”, decía, me
inclinaba rápido a las órdenes, jalaba primero una, después la otra y la tercera, la iba poniendo
al suelo, era pequeño y no tenía fuerza para sacar las tres a un tiro, Manuel se reía, eran
pesadas y húmedas. Mientras las llevaba al cuarto de monturas, imaginaba a mi abuelo por ese
empinado camino de herradura, apurando y ordenando al caballo con los toques de espuelas,
el animal obedecía presto y voluntarioso, el amo no permitía paso lento, llevarlo montado era
un ejercicio de respeto y vanidad.
Era la hora de montarlo, la emoción de sentir con los muslos los anchos del animal era lo que
esperaba. “Donde está José?”, pregunta Mañuco, mientras le daba un tiempo para que
Krushev se vaya acomodando en la salida. José mi primo, Retaco le decíamos, mi pata del
alma, más vivo que cualquiera, siempre aparecía en el momento justo, corriendo con su ropa
sucia, su media sonrisa, ronca voz, emocionado también porque íbamos a llevar al caballo a
pastar, la íbamos a pasar bien en las próximas dos horas, una eternidad, montar a caballo,

reírnos, escuchar el chasquido de las patas, mirar a la gente como nos miraba, valía la pena
haber esperado toda la tarde. Mañuco acomodaba a Krushev en la esquina donde sobresalía la
piedra, subía José, ágil y hábil ayudado por el brazo de Mañuco y después me montaba lo más
rápido que podía porque el caballo estaba apurado, sabía que íbamos a buscar pasto.
Agarramos la calle al norte paralelo a la plaza, hacia la casa de la familia Espejo - igual que mi
apellido pero no los conocía ni nunca los ví en mi casa- a pedir potrero con pasto para que
Krushev pasara la noche. La casa de esa familia Espejo tenia un frontal algo diferente, por
afuera estaba pintada de cemento, con una reja mediana que protegía un jardín frontal con
rosas serranas y kikuyo pero no se habría. Se llamaba al costado, ¡Doña Lusmila!, gritaba
Manuel desde el caballo, tocando la puerta de madera gruesa, amarilla y mal acabada, “quien
es?” supongo que respondían en un español que era más sonido que lenguaje, Mañuco, con
su dejo serrano y mezclado con ese tonito de huayno, respondía “Don Teupe me mando para
pedirle pasto…!?” nuevamente se escuchaba a la mujer al fondo de la casa dando una orden
con voz aguda y algo apurada. Al poco rato salía un niño, con ojos grandes, impresionado por
el caballo y sus tres caballeros, nos alcanzaba las llaves del potrero. El manojo de llaves de
cualquier casa cuenta un poco la historia de cada familia: tamaño, forma, color, con marcas,
amarrados con chiligua, alambre y siempre en cantidad, indican el linaje, las aventuras y los
tipos de puertas que abrían. Estas que nos daban eran de potrero, gruesas, de candado
antiguo, con esas aletas dobladas y cortadas como torretas de castillo, de fierro negro y
gastado, no podían perderse. El niño hizo el esfuerzo para alcanzarnos las llaves y nosotros
para cojerlas. Balbuceó “…dice mi mamá que están debiendo dos días…” en un volumen que
más parecía pedir perdón que cobrar una deuda. Mañuco raudo respondió ”seguro que Don
Teupe arreglará con tu mama”. Después entendí que el cobro y pago son una manera muy
especial de relación entre las personas, como si siempre fuera importante deber a alguien o
siempre necesario alargar el cobro de alguna deuda. Sin perder tiempo la mamá, Doña
Luzmila, asomándose, con una mano escondiendo al niño y la otra cubriéndose con la puerta,
asintió con una mirada cómplice y una sonrisa de lado. Su mandil azul que cubría frontalmente
su traje negro, evidenciaba sus numerosa enaguas y bombachas, que no eran problema para
saber de su arduo trabajo de casa, de chacra, de peinarse su larga cabellera, de quitárselos
para el amor. “Arreeee…s”, Mañuco gritaba junto con un silvido, comenzaba la diversión,
enrumbaba con fuerza el caballo hacia la derecha, raspando la esquina con las rodillas, por la
calle angosta de subida, de piedra y barro que llevaba al norte del pueblo, Kruchev conocía el
camino y casi galopaba, era lo que queríamos y con emoción infantil ullabamos como en el
“far-oeste”. Mas arriba el camino de ingreso a las chacras se volvía una película de colores,
aromas, sonidos, luces, sonrisas y movimientos de cabalgada, pequeñas paradas de acequias,
piedras y suertes de camino hacían que sintamos en el sonido de los cascos toda la plenitud
del tamaño y fuerza del caballo, que fantástico Kruchev!. Llegando, siempre la puerta del
potrero, nos mostraba como su dueño trabajó la madera amarilla, arrugada, gruesa y dándole
la forma cuadrada con machete, uniendo los trozos grandes, con salientes de clavos y mucho
espacio, armó el portón, siempre chirriaba al empujón y obligaba al esfuerzo de Mañuco para
medio levantarla y abrirla. Bajamos del caballo e inmediatamente se sentía el frío mojado de
los costados de las piernas del pantalón, era el sudor del caballo que nos decía de la entrega
del animal, su esfuerzo por nosotros, era su misión, lo hacia con agrado. “Sueltalo, suéltalo..”
gritaba Mañuco, y mientras le quitábamos la soga del cuello el corcel ya se quebraba de lado,
siputeando se doblaba en el aire, feliz...corriendo se alejaba a buscar el mejor pasto. Nos
quedábamos un instante atónitos, callados y como que nuestra alma salía y regresaba.
“Vamos, vamo.. la lluvia esta llegando, decía Mañuco…”

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